La transformación de la educación superior
Los ensayos sobre la transformación educativa se acostumbran a dividir en dos grupos: los que apuestan por una visión mesiánica y los que lo hacen por un pesimismo exacerbado. Los primeros tienden a ser grandilocuentes, con un lenguaje que transita entre la épica y la poesía, y tienden a dejar al lector anonadado, pero sin una idea clara de cómo avanzar o de qué empezar a hacer hoy mismo. Los segundos, en cambio, lo sumen en un estado de aceptación de la enésima inevitable desgracia que se cierne sobre nuestras jóvenes generaciones. Es posible que estas dos aproximaciones sean, en cierto modo, complementarias y que la lectura de textos o el visionado de charlas alternando ambas sea un modo de promover el progreso y la reflexión en un proceso dialéctico.
En esta contribución se ha optado por un acercamiento a la transformación de la educación superior que intenta describir y analizar tendencias de las que apenas empezamos a tener indicios. Tal vez así se corra el riesgo de pecar de conservadurismo o quizás, sencillamente, de incrementalismo. Pero lo cierto es que la salida de la pandemia parece haber demostrado a todas luces que, lejos de cambios radicales, la educación superior es mucho más proclive a la continuidad que al cambio radical, moderada como está por su proverbial capacidad de fagocitación de las amenazas y de digestión de las oportunidades. La educación superior cambia, sí, pero preservando siempre la continuidad de aquellos elementos que la propia comunidad académica considera esenciales y que siguen atrayendo a los estudiantes, por lo menos por el momento.
Hay, en este sentido, tres cambios que dejan entrever, una vez más, una progresiva evolución: en los perfiles de los estudiantes, en parte derivados de las dinámicas demográficas; en la configuración de la provisión de educación superior, tanto en sus modalidades como en la naturaleza de los programas; y, finalmente, en las metodologías pedagógicas.
La perspectiva tradicional sobre la educación superior es que su oferta educativa preexiste a los estudiantes y que son ellos los que deben esforzarse para cumplir con los proverbiales requisitos de exigencia académica. De acuerdo con ello, y visto el valor que la sociedad y el mercado laboral otorgan a las credenciales obtenidas en educación superior, lo importante sería mantenerse fiel al carácter selectivo y meritocrático que hasta ahora ha garantizado un buen retorno de la inversión a quienes se gradúan.
En América Latina y el Caribe es de sobras conocido el fenómeno de la explosión de la demanda que se saldó con un crecimiento cuasi-anárquico de la oferta con una notable ausencia de regulación estatal. Con el tiempo se ha generado un proceso de saneamiento progresivo de la demanda, gracias a la actuación de las agencias de aseguramiento de la calidad y de los gobiernos. Pero ahora que parecía haberse logrado un mejor equilibrio, empiezan a notarse indicios de que la demanda de educación superior por parte de los jóvenes está retrocediendo, incluso allí donde los gobiernos están realizando importantes esfuerzos para mejorar la equidad en el acceso y la inclusión.
Las razones de este retroceso son múltiples. La primera y más clara es la reducción del volumen de jóvenes no compensada por la mejora de las tasas de graduación en la secundaria: el porcentaje de jóvenes que se gradúa en secundaria sigue creciendo, pero el universo de jóvenes se reduce por causas demográficas. Esta reducción tenderá a acelerarse en el horizonte 2030 y aún más 2050.
La segunda razón es la relación precio-valor de la educación superior. Si la pandemia ha debilitado el poder adquisitivo de las familias de clase media o baja, también ha acelerado la percepción de que lo que se ofrece no parece garantizar un retorno de la inversión tan interesante como años atrás, o que este retorno se difiere a demasiado largo plazo. Las ofertas de bajo coste se concentran en titulaciones en las que existe ya una saturación importante. Y las alternativas formativas, como los programas de formación profesional y técnica, de menor duración y precio, y aún más los programas cortos parecen ofrecerles mejores opciones de ocupación. ¿Pan para hoy, hambre para mañana?
Un segundo cambio está relacionado con las modalidades de provisión y la naturaleza de las ofertas de educación superior, en particular en un horizonte de educación a lo largo de la vida. Las instituciones de educación superior están empezando a ver que hay un grupo poblacional mayoritario cuyas necesidades de desarrollo de capacidades para la vida y para el trabajo no han sido debidamente atendidas hasta el momento. Representan un público con unas necesidades y unas características específicas que se traducen en la demanda de una mayor flexibilidad: en las modalidades de provisión, donde la reina es la educación virtual; en los mecanismos de acceso, donde la clave está en el reconocimiento de itinerarios formativos no formalizados como, por ejemplo, a partir de la experiencia laboral; y, finalmente, en los contenidos de los programas y su duración, en un horizonte más cercano al utilitarismo cortoplacista como, por ejemplo, se acostumbra a reflejar en las microcredenciales.
La pregunta inevitable es si una mayor atención a la formación de adultos se convertirá, o no, en una estrategia que permita compensar la disminución de la demanda juvenil y, al mismo tiempo, si se convertirá en una expresión real del compromiso de las instituciones con la educación a lo largo de la vida. En América Latina y el Caribe es difícil imaginar una estrategia educativa de futuro que no contemple el desarrollo de políticas de educación a lo largo de la vida con un papel protagonista de las instituciones de educación superior.
El tercer cambio es el metodológico. Desde finales del siglo XIX, ha habido llamamientos recurrentes a reconsiderar el modelo predominante de provisión de educación superior, dadas sus insuficiencias ante las cambiantes demandas y expectativas sociales y económicas. Especialmente durante la pandemia, los artículos de prensa, las emisiones de televisión y una gran cantidad de parloteo en los medios sociales han venido mostrando un creciente acuerdo sobre la importancia de cambiar el paradigma que sigue siendo globalmente predominante – y que muy probablemente seguirá siéndolo cuando la apariencia de transformación radical provocada por la epidemia ya empieza a desvanecerse. La idea de que, si no hubiéramos heredado la enseñanza superior tal como es, nuestras actuales opiniones sobre la educación nos impulsarían a construir un sistema enormemente diferente es ya una certeza.
Muchos debates sobre la educación superior parten del supuesto de que la realidad de la experiencia de aprendizaje de los estudiantes está trufada de métodos altamente innovadores. Sin embargo, es difícil encontrar pruebas empíricas sobre cómo se está impartiendo la enseñanza en las aulas universitarias. Dos ejemplos demuestran que el método de enseñanza más utilizado, la clase magistral, apenas se ajusta a la retórica de la innovación que suele poblar los discursos sobre la enseñanza superior. El primer ejemplo procede de un examen de las principales estrategias pedagógicas utilizadas en los programas de administración de empresas de más de 200 universidades europeas. En ese ámbito, en el que el desarrollo de habilidades y competencias prácticas en gestión es tan importante, resulta difícil entender por qué el método más utilizado sigue siendo la clase magistral, frente a la resolución de problemas o el trabajo sobre estudios de casos -si bien una buena clase magistral puede ser inspiradora y convincente, no es apropiada para el desarrollo de habilidades que promueven la agencia y la autorregulación, mientras que un enfoque práctico podría ser mucho más adecuado. Un segundo ejemplo procede del análisis de la evolución de las estrategias de enseñanza en los programas de economía de las facultades y universidades estadounidenses durante las dos últimas décadas.
Una vez más, las expectativas se ven defraudadas por los hechos: la estrategia docente más utilizada es la lección magistral. Además, el examen de la evolución de las estrategias de enseñanza en las dos últimas décadas muestra que la lección magistral ha seguido siendo el método más utilizado, apoyado cada vez más por las presentaciones por ordenador. Estas últimas han aumentado a un ritmo que duplica el de las estrategias que podrían vincularse fácilmente a estrategias más interactivas o centradas en el alumno, como el aprendizaje cooperativo o los debates entre estudiantes.
Esta evidencia demuestra, a ciencia cierta, que hay un impacto innegable de la tecnología en la educación superior, pero que los usos predominantes tienden a reforzar estrategias tradicionales. El problema no es de disponibilidad de recursos ni aplicaciones sino de falta de mecanismos e incentivos para que los rediseños pedagógicos, algunos de los cuales podrían verse potenciados por un uso intensivo de la tecnología, sean considerados una prioridad por parte de los docentes. Es más un problema sistémico que no técnico.
La paradoja postpandemia de la pedagogía universitaria es que existe una llamada a redescubrir el valor intrínseco del contacto interpersonal en el campus, singularmente en el caso de los estudiantes jóvenes, al tiempo que una exigencia de flexibilización metodológica. En efecto, en el caso de los jóvenes es indudable el efecto pernicioso que la ausencia de presencialidad ha tenido en su desarrollo personal. Para personas que están en edad de beneficiarse enormemente de procesos de socialización entre pares la pandemia representó un cúmulo de oportunidades perdidas y que se ha saldado, generalmente, con importantes daños en el terreno socioemocional.
No es extraño que muchas instituciones de educación superior se estén apresando a ampliar los servicios de asistencia a los estudiantes, incorporando precisamente vectores que recuerdan la importancia del crecimiento interpersonal durante el paso por la universidad. En definitiva, es un recordatorio más de que para los jóvenes la educación superior no es solo un mecanismo de aprendizaje o de tránsito hacia un mercado laboral cualificado, sino, por encima de todo, una experiencia vital transformadora.
En este contexto, la tecnología y, más en general, el cambio pedagógico, pueden ser importantes si contribuyen a reforzar el valor del intercambio interpersonal. Por ejemplo, una pedagogía basada en problemas o proyectos favorece el aprendizaje entre pares, al mismo tiempo que exige un rediseño radical del rol del docente. En este contexto, las soluciones tecnológicas pueden ayudar a facilitar multitud de procesos. Pero lo que no se puede hacer es suprimir el valor del intercambio interpersonal en aras de una mayor optimización de los procesos.
En cambio, en el caso de los estudiantes adultos, particularmente de aquellos que están trabajando, la tecnología puede ser la plataforma a través de la cual se promueve la flexibilidad. Por esta razón, tampoco es extraño que existan multitud de instituciones de educación superior, empezando por las escuelas de negocios y de gobierno, donde se está produciendo un giro muy importante hacia el predominio de los programas de educación a distancia e híbridos.
No solo se trata de una hibridación en el sentido más clásico del término, como combinación de presencia y virtualidad, sino que se traduce igualmente en la emergencia de fórmulas mucho más costosas, pero al mismo tiempo mucho más prometedoras como el hyflex. Y ésta es la paradoja: que las soluciones que parecen más apropiadas para atraer a los estudiantes adultos no son necesariamente las que mejor se adaptan a las necesidades de crecimiento interpersonal de los estudiantes jóvenes. Por consiguiente, las universidades deben invertir mucho más en la creación de mecanismos de apoyo docente que permitan diversificar la naturaleza de las estrategias docentes, ayudando además con una buena dosis de investigación empírica que ayude a discernir aquello que funciona bien y por qué de aquello otro que, más bien puede ser pernicioso o contraproducente.
En suma, las investigaciones nos recuerdan insistentemente que, desde principios del siglo XIX, las innovaciones educativas han sido constantes, casi abrumadoras en ocasiones, pero, a pesar de ello, la educación superior formal sigue pareciéndose en todo el mundo porque el modelo subyacente es universal.
Algunos analistas han llegado a afirmar que, a pesar de todo, la educación superior ha cambiado progresivamente en su estructura interna, la configuración de los procedimientos y el uso de la tecnología. Sin embargo, no parece que el modelo universal de educación superior haya experimentado una transformación. En cierto modo, lo paradójico es que cuanto más han cambiado las cosas en la superficie de las instituciones de enseñanza superior, más fuerte se ha hecho el modelo universal clásico.
¿Habrá que concluir, entonces, una vez más que en educación plus ça change, plus ça reste la même chose1? Tal vez, pero lo importante es que la educación superior no pierda de vista que una de sus misiones consiste en atender las necesidades de las personas que ven en ella una esperanza de desarrollo personal y social. Colocar en el centro de su misión formativa a las personas es la mejor apuesta de transformación que puede hacer.
Por Francesc Pedró, director de UNESCO IESALC
1 cuanto más cambian las cosas, más permanecen igual
RELATED ITEMS